El Jarama by Rafael Sánchez-Ferlosio

El Jarama by Rafael Sánchez-Ferlosio

autor:Rafael Sánchez-Ferlosio
La lengua: es
Format: mobi
Tags: Clásica
publicado: 2009-12-12T21:25:18+00:00


–O sea, Dolores. Ricardo los miraba.

–Loli, hombre, Loli, por Dios. Ni hablar de Dolores; Dolores lo odio; suena mal. Los dolores ya vienen ellos solos, sin que haga falta que los llamen.

El de Atocha se levantó hacia el gallinero.

–Hay cada nombrecito que se las trae: Dolores, Angustias, Martirio…

Estaban cantando… Pegaba la luz débilmente sobre el muro cremoso de la casa, en los cristales de Justina, en los roídos ladrillos de la tapia que cercaba el merendero. La otra parte del jardín aparecía abandonada, casi silvestre, sumida en oscuros rincones, adonde la espesura de las madreselvas impedía que llegase la luz de la bombilla. Todos miraron de repente.

–¿Qué hace ese loco?

El de Atocha corría dando voces por todo el jardín.

–¡A mí! – gritaba -. ¡A mí los galgos!

–¡Un conejo, un conejo…!

Acudían los dos de Legazpi. Blanqueaba la coneja en velocísimos zigzags entre las patas de las sillas y las mesas escapando sin tino de una parte a otra, despavorida por los gritos y carreras de sus perseguidores.

–¡Ahí te va, Federico, ahí te va…!

Gritaban y reían corriendo como locos; le dieron un trastazo a la silla en donde estaba la gramola. Lucas les dio una voz:

–¡Cuidado, abisinios! No le oyeron.

–Ya vais a ver cómo tenemos un disgusto – decía Ricardo.

La coneja corría desconcertada, acorralada, regateando entre las piernas de los tres perseguidores; se daba de narices, una y otra vez, contra la tela metálica del gallinero cerrado, en el afán de volver a su guarida.

–¡No te desmarques, que se cuela, que se cuela…!

Se detuvo de pronto; había ido a ampararse debajo de las bicis derribadas, al fondo del jardín.

–¡Quietos! ¡Ya no se escapa! – exclamó Federico.

–Tú por ahí, yo por aquí; cuidado, Pedro. Mira, ahí está.

La entreveían blanquear, tiritando y encogida, sobresaltada en el ovillo de su pelo mimoso y aterrado, debajo de los radios de una rueda y la malla de colores de la bici de Lucita.

–Ya lo veo. No os mováis, por favor, no os mováis, que ya es mío… -susurraba el de Atocha.

Se agachó cauteloso, para meter la mano debajo de la rueda y apretar la coneja por la espalda. Los otros no se movían. La mano tiró el viaje y sus dedos se clavaron en la bola viviente, de blanquísimo pelo.

–¡Cabrón! – saltó -; ¡ha querido morderme, el cabrón de él! – ya la sacaba arrastrando, por las patas traseras -. ¡Te meto un testarazo…!

La levantó en el aire ante todos los otros y el animal se debatía bocabajo, en violentos empellones. Le pesaba en la mano.

–¡Vamos a hacer ilusionismo! – se reía -: ¡Un sombrero de copa! ¿Quién tiene un sombrero de copa?

–¡¡Sinvergüenza!!

Había aparecido Faustina en el jardín.

–¡¡Pedazo de sinvergüenza!! – llegó a él -. ¡Traiga ese bicho!

Le arrebató la coneja de las manos.

–Tampoco se ponga usted así…

–¡Ya somos un poco mayorcitos, digo yo! ¿Os estorbaba el animalito donde estaba? ¡Cuidado la poquísima vergüenza!

Schneider se había asomado detrás de Faustina y estaba parado en el umbral. Ella apretaba el animal contra su pecho; le sentía todo el caliente sobresalto de los músculos menudos, el bullir de la sangre acelerada de pavor.



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